domingo, 2 de abril de 2017

Bienestar para Todos (resumen del libro de Ludwig Erhard)



En el primer capítulo de su libro, El Hilo Conductor, Erhard plantea que el punto de arranque era el deseo de superar definitivamente la vieja estructura social de tipo conservador, mediante un poder general de adquisición bastamente repartido entre todas las capas.

Aquella jerarquía tradicional se caracterizaba, por un lado, por la presencia de un estrato superior muy tenue que podía permitirse cualquier consumo y, de otro lado, por la existencia de un estrato inferior, cuantitativamente muy amplio, con capacidad adquisitiva a todas luces insuficientes.

El medio más prometedor para conseguir y garantizar toda prosperidad es la competencia. Solo ella puede hacer que el progreso económico beneficie a todos los hombres, en especial en su función de consumidores, y que desaparezcan todas las ventajas que no resulten directamente de una productividad elevada.

Se creía que la economía evolucionaba conforme a un ritmo ondulatorio, según el cual en un período aproximado de 7 años tenían lugar sucesivamente el auge económico, la alta coyuntura, la decadencia y la crisis, hasta que a partir de esta última se reproducían las fuerzas salvadoras que prestaba impulso positivo al ciclo inmediato.

Por eso una de las más importantes tareas de un Estado que se asiente sobre un orden social de tipo liberal es el garantizar el mantenimiento de la competencia libre. Una ley de carteles (monopolios) basada en su prohibición debe estimarse como la indispensable ley de la economía. “Bienestar para todos” y “bienestar mediante la competencia” son postulados inseparables; el primero marca la finalidad, el segundo, el camino que conduce a ese fin. Entre 1949, año en que el Gobierno de la República Federal se comprometió a la economía social de mercado, y 1959, se logró elevar el producto social bruto en más de 100.000 millones de marcos a 213.600 millones.

El consumo privado, por ejemplo, se elevó entre 1950 y 1959, de 69.000 millones a 129.000 millones. Este considerable incremento ocupa comparativamente el primer puesto internacional.

El escepticismo, frente a todos los debates sobre la distribución ‘justa’ de producto social se debe también a la convicción de que las disputas sobre salarios tienden a procurar ventajas a costa de otros. 
También aquí resulta la competencia un instrumento adecuado para cerrar el paso enérgicamente al egoísmo. Del mismo modo que en una economía sana, cimentada sobre la competencia, no se permite al individuo en particular que reclame para sí privilegio alguno, también ha de negarse a grupos enteros este modo de enriquecimiento.

Otro asunto clave es procurar la baja de los impuestos, pues se reconoce legítima causa de todos los ciudadanos, así como también de la economía, el llegar, pese a todo a una reducción del gravamen fiscal. Este objetivo solo podrá alcanzarse si somos capaces de mantener los gastos públicos por lo menos a la altura de lo que se encontraban para el momento.

Por otro lado, era vital garantizar los derechos económicos fundamentales, en primer lugar, está la libertad de todo ciudadano de consumir y de organizar su vida, dentro del marco de las disponibilidades económicas. Además, se encuentra la libertad del empresario para producir y colocar lo que estime necesario y prometedor de éxito, según las oportunidades del mercado. El atentar contra ellas debería penarse como un atentado contra el orden social.

La economía social de mercado es inconcebible sin una política consecuente de estabilidad monetaria. Solo esta política garantiza que tales o cuales círculos de la población no se enriquezcan a expensas de otros. También los sindicatos deberían preguntarse si con su activa política de salarios favorecen los negocios de tanto y tanto especulador desaprensivo, o si dicha política conduce forzosamente al alza de los precios.

El primer plan industrial del 2 de agosto de 1945, pretendía fijar la capacidad industrial alemana a un nivel del 50 al 55% respecto a la situación de 1938, o cerca del 65% respecto a la de 1936. Este propósito fracasó en principio ante la imposibilidad de establecer la unidad económica de Alemania.

El segundo plan industrial del 29 de agosto de 1947, se concedía en principio a la llamada bizona la capacidad completa de 1936, pero también esta concesión estaba gravada por múltiples restricciones de detalle.

Tratar de detener la inflación con políticas de fijación de precios paraliza la economía, el intento de detener la inflación en aquellos años de postguerra apelando a la limitación de precios y el control económico estaba condenado al fracaso. La superabundancia de dinero hacia imposible todo encausamiento administrativo de la economía. Se había retrocedido a condiciones de intercambio o trueque de productos naturales propios del mundo primitivo. Este derrumbamiento desencadenó, naturalmente, un violento debate entre economía planificada y economía de mercado libre.

A mediados de 1948 se presentó por fin la gran oportunidad alemana. Consistía en emparejar la Reforma Monetaria con una reforma igualmente decidida de la economía, con objeto de poner fin al control económico administrativo, que, extendiéndose desde la producción hasta el último consumidor, se había ido alejando por completo de la realidad de las circunstancias. Los franceses Jacques Rueff y André Piettre opinaron más tarde acerca de esta unión de reforma económica y monetaria:

El mercado desapareció súbitamente. Solo testigos presenciales pueden dar una idea del efecto literalmente instantáneo que tuvo la Reforma Monetaria en el relleno de los almacenes y en abundante surtido de los escaparates. Al día siguiente ya no se pensaba más que en producir (Rueff y Piettre, citados por Erhard, 1989, p.33)

La introducción de la economía de mercado libre en Alemania se verificó por medio de unas cuantas leyes y de una decisión libre de compromisos. El 25 de junio de 1948 se promulgó la Disposición relativa al establecimiento y vigilancia de precios después de la Reforma Monetaria, con la que quedaron derogadas docenas de ordenanzas sobre los precios. De este modo se había dado un paso importante hacia la eliminación de un influjo directo de la burocracia sobre la economía.

Además, de estas políticas implementadas existía para el momento un sentimiento de gratitud por parte del Gobierno Federal y todo el pueblo alemán a los Estados Unidos y a sus ciudadanos por la ayuda prestada con el Plan Marshall. Esta generosa ayuda, contando el mencionado plan y el programa de anexión, sobrepasó, entre abril de 1948 y fines de 1954, los 1500 millones de dólares.





Pero, en el segundo semestre de 1948 hubo una lucha de la idea de la liberación del mercado contra las fuerzas persistentes de la economía dirigida. En aquellos primeros meses después de la Reforma, el índice de precios empezó a subir por todas partes considerablemente. En este momento, la economía se encontró frente a una disposición de los consumidores a consumir y consumir sin aparente tregua, es decir, frente a una necesidad de recuperación casi ilimitada. No menos intensa era la necesidad de compensación y recuperación en todas las ramas de la economía misma. De esto modo, la economía se veía precisada a ofrecer rápidamente la producción ordinaria y a liquidar los depósitos existentes.

Ante aquél proceso de acaparamiento hacía falta proclamar lo que era razonable hacer desde el punto de vista de la economía nacional:

Un vaciamiento radical de los depósitos económicos de nuestra nación habría tenido necesariamente por consecuencia que la fuerza adquisitiva, liberada desde la Reforma Monetaria, hubiese venido a dar fatalmente en el vacío. Entonces, o la Reforma Monetaria hubiese estado condenada al fracaso desde el primer día, o hubiésemos tenido que mantener al pueblo, una vez más, mediante el control estatal de la economía y los precios, bajo el azote y la esclavitud de la burocracia (Erhard, ob. cit, p. 36)
 
Las dificultades se debían a causas claramente perceptibles. Los ingresos ordinarios, así como las sumas procedentes de la cuota por cabeza y de la transformación de los ahorros de RD (reichsmark) afluyeron inmediata y exclusivamente al consumo.

La consecuencia natural de esta fluidificación dineraria fue que la demanda creciese por fuerza más rápidamente que la oferta, sobre todo porque ésta se había tornado muy poco elástica de momento, debido a la escasez de géneros de importación. Los ajustes de precios trajeron consigo considerables ganancias por parte de los empresarios, y estos mismos dieron lugar a muchos disgustos y motivaron una óptica social insatisfactoria. Sin embargo, tales ganancias solo en una mínima parte tuvieron empleo en el consumo privado de los empresarios. Critíquese cuanto se quiera este modo de formación de capital pero en su debido momento constituyó la base de las capacidades pérdidas o aniquiladas.

El curso inevitable de esta evolución condujo, pese a todo, a que en esta primera fase posterior a la Reforma pudiese presentarse la producción y a que los ingresos en aumento hallasen satisfacción en bienes económicos. La necesidad de invertir que se impuso de tal manera sobre los precios, encontró también su concreción en la legislación fiscal.

Constantemente se crearon nuevos estímulos que fomentaron la inversión, como también se recompensó el trabajo adicional, eximiendo de impuestos las ganancias por horas extraordinarias.

La productividad de la economía, incrementada desde 1950 en más de un 70% en la industria, permite ahora la reducción del horario laboral, socialmente deseado sin duda. Aunque las leyes fiscales completaban así la labor de reconstrucción de un modo en principio perfectamente adecuado a la política económica, los impuestos se convirtieron en instrumento de múltiples favorecimientos por parte del Estado, y también de influencias indeseables.

Volviendo al alza de los precios conviene hacer notar el peligro de acumulación que había en ese entonces. El señalar esto no significa crítica alguna, pues las necesidades de la economía nacional se habían hecho apremiantes. La concesión de créditos favoreció automáticamente una intensa acumulación de existencias que, desde el punto de vista de la economía privada, apareció como medida provechosa, dada el alza de precios que se acusaba.

Y afortunadamente, comenzaron a bajar los precios, entretanto, aquel optimismo que al principio se había creído digno de burla, apareció como realismo justificado. En el primer semestre de 1950, el nivel de precios del comercio al por menos, estaba un 10,6% por debajo del nivel del primer semestre de 1949. Alemania Occidental quedaba así fuera de la serie de Estados que parecían haberse resignado a una política de precios continuamente en alza.

Como elemento esencial de la estabilización hay que señalar la política de salarios, que al principio no siguió el alza de los precios. Por poco compatible que sea con una economía de mercado libre, el límite de salarios se hallaba todavía en vigor. Pero, ya el 3 de noviembre de 1948 se promulgó la ley derogándolo, con lo que los sindicatos recobraron al fin su movilidad.

En ninguna otra circunstancia se manifiesta el efecto bienhechor de las reformas de un modo más patente que en la productividad por hora de trabajo de los obreros. Tal productividad se elevó de 62,8% (base 1936), en junio de 1948 a 72,8% en diciembre, y 80,6% en junio de 1949, es decir, cerca de un 90% en un año, desde comienzos de la Reforma Monetaria.

El banco de los Estados Federados acordó aplicar las tradicionales medidas de misión. Elevó de un golpe las reservas mínimas de un 10% a un 15% y restringió la capacidad de redescuento a aquellos casos en que la aceptación bancaria servía para costear el comercio exterior o la compra de materias primas.

Junto a todas estas medidas comenzaron también a obrar restrictivamente otros factores: la creación dineraria territorial cesó con el reparto de la segunda cuota por cabeza a fines de septiembre de 1948; la transformación de los haberes en la Reforma Monetaria estaba lista a finales de año; la mentalidad liberal, cuyo más visible propósito era el desmontaje de la economía dirigida, originó también la tendencia a ordenar el presupuesto mediante una reducción sistemática de los gastos; se publicó la ordenanza para el aseguramiento del sistema monetario y la Hacienda Pública.

Esta primera fase de la reconstrucción alemana se caracterizó por una considerable elevación de los salarios reales y por un enorme auge en la producción.

Mientras en la primera fase después de la Reforma Monetaria creían mucho que el alza de precios no podría detenerse, lo que pasó a temerse luego con igual apasionamiento fue el brusco hundimiento de los precios, que no permitía ya a la economía cubrir sus gastos.

En contraste con otros períodos posteriores de grandes momentos en este terreno, en 1949 la elevación de los salarios nominales coincidió con bajas en los precios, originando de este modo singulares mejoras en los salarios reales. Esta es la característica peculiar de esta segunda fase después de la reforma de mediados de 1948.

Los factores que determinaron la evolución fueron los siguientes: adecuación del nivel de precios al poder adquisitivo disponible, con producción de bienes en aumento, simultánea atenuación de la coyuntura por excedentes en el erario público, a lo que hay que añadir los efectos retardantes de la depresión que iba extendiéndose en los Estados Unidos. Esto condujo a una sensible presión de la competencia internacional sobre el mercado interior alemán.

La presión de los precios descendentes suscitó un fenómeno que los consumidores alemanes no conocían más que como un lejano recuerdo. El cliente volvió a ser el rey.

Aquel recién nacido mercado comprador tuvo, naturalmente, sus consecuencias. En tanto la propensión a la inversión deseaba exclusivamente ampliar la capacidad, se hizo sentir un inequívoco retraimiento. El criterio de las empresas experimentó un cambio, procurando que lo decisivo no fuese ya, de un modo exclusivo, consideraciones de economía de la producción, sino que adquiriesen relieve cada vez mayor los aspectos de la economía de mercado.

Entre octubre de 1949 y diciembre de 1950 se logró triplicar las exportaciones pero la liberación del comercio exterior, como era de esperar, había producido también un aumento de las importaciones que hizo que nuestra balanza de pagos tomara forma pasiva, a pesar del incremento de las exportaciones. La importancia en este proceso radica en que sus efectos resultaban indispensables para obtener primeras materias necesarias para una industria de elaboración de productos que fuesen luego exportables.

La expansión de créditos, ¿Remedio universal?

En vista del paro, podía creerse que la situación económica interna aconsejaba una política de créditos lo más generosa posible, secundada por otras medidas expansivas. Los discípulos de la tesis inglesa del pleno empleo, contrajeron una sorprendente alianza con funcionarios americanos de la Alta Comisión, que, alarmados por los elevados excedentes de importación, pensaban con temor en el próximo fin de la ayuda Marshall. Y así, casi todas las fuerzas emprendieron un ataque general contra la economía alemana de mercado libre.

Contra todo consejo gratuito se dosificó cuidadosamente la actividad de la política económica alemana, con el fin de, por una parte, poner freno a los perjuicios de un paro general, pero por otra, dejar también fuera de peligro los progresos alcanzados.

A fines del verano de 1949 se concedieron a los establecimientos bancarios una ayuda extraordinaria por valor de 300 millones DM para que volviese a financiar créditos a largo plazo con destino a la producción y a la inversión.

En abril de 1950, el Gobierno Federal decretó bajas y reintegros de impuestos, con objeto de estimular el consumo y descongestionar la economía.

Finalmente, la Economía de Libre Mercado vence a la Economía Centralmente Planificada, pues la libre elección del consumo del ciudadano alemán y la libre formación de precios en casi todos los sectores de la economía fabril se han hecho realidad. Todo empresario puede y se encuentra autorizado a producir y vender libremente lo que el mercado requiera, gozando además de plena libertad.

Una política económica solo puede llamarse ‘social’ si hace que el progreso económico, el rendimiento elevado y la productividad creciente redunden en el provecho del consumidor. El medio principal para conseguir este fin, es y continúa siendo la competencia.

El orden económico liberal no solo ha de ponerse en guardia contra los ataques de los sindicatos, sino que ocurre además la tendencia a estorbar la libertad comercial y fabril mediante convenios cartelarios.

En la ley alemana sobre normas de control económico y político de precios después de la Reforma Monetaria, del 24 de junio de 1948, es establecida por el autor como:
Mientras el Estado no reglamente el tráfico de mercancías y servicios, debe darse validez al principio de la competencia de producción. En caso de formarse monopolios económicos, se tenderá a eliminarlos, y, por el momento, se someterán a la inspección del Estado. (Erhard, ob.cit, p.125)

Erhard observa en el despliegue de la competencia la mejor garantía tanto de una continua o mejora de la capacidad de rendimiento, como de una justa distribución de la renta nacional o producto social. 

La economía de empresas planificada o dirigida parece, según el autor, tan censurada y perniciosa como la economía dirigida por las autoridades. La libertad solo reina donde no se abusa del poder de oprimir la libertad.

La ley alemana sobre carteles es la pieza nuclear de la economía social de mercado. Con ella debe favorecerse la libre competencia de producción evitando que la economía explote posiciones de poder fundadas en razones de organización.

En las últimas décadas del siglo XIX, las fuerzas inherentes al principio de la economía de mercado, pero también medidas adoptadas por el Estado mismo, condujeron a un menoscabo del mecanismo de competencia mediante la formación de monopolios y otras posiciones tendentes a dominar el mercado. Toda posición de carácter monopolizador lleva consigo el peligro de explotación del consumidor y provoca además un entorpecimiento del progreso económico.

El eje de esta concepción de los carteles es el convencimiento de que solo la libre competencia vivifica las fuerzas que deben hacer que todo progreso económico y toda mejora en el modo de trabajo, no se traduzcan en mayores ganancias o rentas sino que todos esos éxitos pasen al consumidor. La economía de mercado es, por tanto, inseparable del sistema de libre competencia.

Entre una economía planificada estatal y una economía planificada de empresas no existe ninguna diferencia ni en principio ni funcionalmente.

La libertad es un todo indivisible. Libertad política, libertad económica y libertad humana forman un complejo unitario. Tal es el secreto de la economía de mercado libre y lo que la hace superior a toda especie de economía planificada es que: en ella, por decirlo así, diariamente y a cada momento se verifican los procesos de adaptación que hacen que la oferta y la demanda, el producto social y la renta nacional lleguen a su justa correspondencia y a su equilibrio, así en su relación cuantitativa como cualitativa.

La economía social de mercado no implica la libertad de los empresarios para eliminar la competencia por medio de convenios del tipo de los carteles; por el contrario implica la obligación de alcanzar el favor del consumidor por aquello que rinda y realice en competencia con el concurrente. 

El polo opuesto de la libertad económica viene representado por la consecución de cualquier forma de poderío económico.

Formas principales de poderío económico
Tres son las formas principales en las que se constituye:
1.- Sobre una base de organización legal, cuando varias empresas jurídicamente independientes, limitando su propia independencia, se ligan entre sí o por separado frente a otras mediante tratados o acuerdos, a fin de eliminar o limitar la competencia por medio de una regulación de los factores del mercado.
2.- Sobre una base de capital, cuando la voluntad de una empresa legalmente independiente a causa de un entretejimiento de intereses o en virtud de determinadas relaciones de propiedad viene influida por otra empresa de tal modo  que ya no le es posible ni permitido hacer valer plenamente en el mercado su poder de producción.
3.- Cuando surgen grandes empresas particulares que, por su fuerte predominio en el mercado, ejercen una influencia soberana sobre la oferta y la formación de los precios.

El legislador debe imponerse la tarea de suprimir tales factores de perturbación en el curso del mercado, apelando a estos procedimientos:
1.- Manteniendo la competencia perfecta en la medida más amplia posible.
2.- Impidiendo la explotación abusiva de las posiciones de poder en el mercado, sobre aquellos mercados en que no puede establecerse competencia perfecta.
3.- Creando con este designio un organismo estatal que vigile y ponga, si es necesario, bajo su influencia el acontecer del mercado.

Una constitución así ordenada forma la pieza política económica equivalente a la democracia en la política. La política de carteles es el problema central de todo nuestro orden económico.

El modelo ideal de competencia pura carece de validez absoluta. Por eso, no parte ni mucho menos de la tan criticada idea de la concurrencia perfecta, sino que reconoce la posible justificación e incluso necesidad de una intervención.

El único precio de mercado justo y defendible para la economía nacional no puede calcularse en abstracto, sino que se desprende de la función niveladora de los precios en un mercado libre. En cualquier caso, el empresario puede reclamar el reintegro de sus gastos.

La legislación prohibitiva es, según el autor, consecuente en todos sus aspectos. Ella saca por fin la enseñanza única posible de las experiencias negativas con cualquier tipo de legislación encaminada a corregir abusos, pero permite también las excepciones que se comprueben necesarias para la economía nacional. Erhard no considera que los carteles incurran en un abuso en sentido criminal o amoral, el abuso se expresa en la obligatoriedad y rigidez de los precios, es decir, en la supresión de la función del precio libre.


El empresario libre depende en absoluto del sistema de economía de mercado. Si el empresario ya no quiere cumplir la tarea económico-nacional de medir sus fuerzas en el terreno de la libre competencia, si se impone un orden que ya no exige la fuerza, el ingenio, la actividad y el instinto creador de la personalidad individual; si el más eficiente ya no puede vencer ni tiene derecho a vencer al menos eficiente, entonces la libre economía de empresas ya no podrá subsistir por mucho tiempo. 

Se produciría un aplanamiento general, un abandono de las responsabilidades, y el afán de seguridad y estabilidad engendraría una mentalidad imposible ya de conciliar con el auténtico espíritu de empresa.

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