En el primer capítulo de su libro, El Hilo Conductor, Erhard plantea que el punto de arranque era el deseo de superar definitivamente la vieja estructura social de tipo conservador, mediante un poder general de adquisición bastamente repartido entre todas las capas.
Aquella jerarquía tradicional se
caracterizaba, por un lado, por la presencia de un estrato superior muy tenue
que podía permitirse cualquier consumo y, de otro lado, por la existencia de un
estrato inferior, cuantitativamente muy amplio, con capacidad adquisitiva a
todas luces insuficientes.
El medio más prometedor para conseguir y
garantizar toda prosperidad es la competencia. Solo ella puede hacer que el
progreso económico beneficie a todos los hombres, en especial en su función de
consumidores, y que desaparezcan todas las ventajas que no resulten
directamente de una productividad elevada.
Se creía que la economía evolucionaba
conforme a un ritmo ondulatorio, según el cual en un período aproximado de 7
años tenían lugar sucesivamente el auge económico, la alta coyuntura, la
decadencia y la crisis, hasta que a partir de esta última se reproducían las
fuerzas salvadoras que prestaba impulso positivo al ciclo inmediato.
Por eso una de las más importantes tareas
de un Estado que se asiente sobre un orden social de tipo liberal es el
garantizar el mantenimiento de la competencia libre. Una ley de carteles
(monopolios) basada en su prohibición debe estimarse como la indispensable ley
de la economía. “Bienestar para todos” y “bienestar mediante la competencia”
son postulados inseparables; el primero marca la finalidad, el segundo, el
camino que conduce a ese fin. Entre 1949, año en que el Gobierno de la
República Federal se comprometió a la economía social de mercado, y 1959, se
logró elevar el producto social bruto en más de 100.000 millones de marcos a
213.600 millones.
El consumo privado, por ejemplo, se elevó
entre 1950 y 1959, de 69.000 millones a 129.000 millones. Este considerable
incremento ocupa comparativamente el primer puesto internacional.
El escepticismo, frente a todos los debates
sobre la distribución ‘justa’ de producto social se debe también a la
convicción de que las disputas sobre salarios tienden a procurar ventajas a
costa de otros.
También aquí resulta la competencia un instrumento adecuado
para cerrar el paso enérgicamente al egoísmo. Del mismo modo que en una
economía sana, cimentada sobre la competencia, no se permite al individuo en
particular que reclame para sí privilegio alguno, también ha de negarse a
grupos enteros este modo de enriquecimiento.
Otro asunto clave es procurar la baja de
los impuestos, pues se reconoce legítima causa de todos los ciudadanos, así
como también de la economía, el llegar, pese a todo a una reducción del
gravamen fiscal. Este objetivo solo podrá alcanzarse si somos capaces de
mantener los gastos públicos por lo menos a la altura de lo que se encontraban
para el momento.
Por otro lado, era vital garantizar los
derechos económicos fundamentales, en primer lugar, está la libertad de todo
ciudadano de consumir y de organizar su vida, dentro del marco de las
disponibilidades económicas. Además, se encuentra la libertad del empresario
para producir y colocar lo que estime necesario y prometedor de éxito, según
las oportunidades del mercado. El atentar contra ellas debería penarse como un
atentado contra el orden social.
La economía social de mercado es
inconcebible sin una política consecuente de estabilidad monetaria. Solo esta
política garantiza que tales o cuales círculos de la población no se enriquezcan
a expensas de otros. También los sindicatos deberían preguntarse si con su
activa política de salarios favorecen los negocios de tanto y tanto especulador
desaprensivo, o si dicha política conduce forzosamente al alza de los precios.
El primer plan industrial del 2 de agosto
de 1945, pretendía fijar la capacidad industrial alemana a un nivel del 50 al
55% respecto a la situación de 1938, o cerca del 65% respecto a la de 1936.
Este propósito fracasó en principio ante la imposibilidad de establecer la unidad
económica de Alemania.
El segundo plan industrial del 29 de agosto
de 1947, se concedía en principio a la llamada bizona la capacidad completa de
1936, pero también esta concesión estaba gravada por múltiples restricciones de
detalle.
Tratar de detener la inflación con políticas
de fijación de precios paraliza la economía, el intento de detener la inflación
en aquellos años de postguerra apelando a la limitación de precios y el control
económico estaba condenado al fracaso. La superabundancia de dinero hacia
imposible todo encausamiento administrativo de la economía. Se había
retrocedido a condiciones de intercambio o trueque de productos naturales
propios del mundo primitivo. Este derrumbamiento desencadenó, naturalmente, un
violento debate entre economía planificada y economía de mercado libre.
A mediados de 1948 se presentó por fin la
gran oportunidad alemana. Consistía en emparejar la Reforma Monetaria con una
reforma igualmente decidida de la economía, con objeto de poner fin al control
económico administrativo, que, extendiéndose desde la producción hasta el
último consumidor, se había ido alejando por completo de la realidad de las
circunstancias. Los franceses Jacques Rueff y André Piettre opinaron más tarde
acerca de esta unión de reforma económica y monetaria:
El
mercado desapareció súbitamente. Solo testigos presenciales pueden dar una idea
del efecto literalmente instantáneo que tuvo la Reforma Monetaria en el relleno
de los almacenes y en abundante surtido de los escaparates. Al día siguiente ya
no se pensaba más que en producir (Rueff y
Piettre, citados por Erhard, 1989, p.33)
La introducción de la economía de mercado
libre en Alemania se verificó por medio de unas cuantas leyes y de una decisión
libre de compromisos. El 25 de junio de 1948 se promulgó la Disposición
relativa al establecimiento y vigilancia de precios después de la Reforma
Monetaria, con la que quedaron derogadas docenas de ordenanzas sobre los
precios. De este modo se había dado un paso importante hacia la eliminación de
un influjo directo de la burocracia sobre la economía.
Además, de estas políticas implementadas
existía para el momento un sentimiento de gratitud por parte del Gobierno
Federal y todo el pueblo alemán a los Estados Unidos y a sus ciudadanos por la
ayuda prestada con el Plan Marshall. Esta generosa ayuda, contando el
mencionado plan y el programa de anexión, sobrepasó, entre abril de 1948 y
fines de 1954, los 1500 millones de dólares.
Pero, en el segundo semestre de 1948 hubo una lucha de la idea de la liberación del mercado contra las fuerzas persistentes de la economía dirigida. En aquellos primeros meses después de la Reforma, el índice de precios empezó a subir por todas partes considerablemente. En este momento, la economía se encontró frente a una disposición de los consumidores a consumir y consumir sin aparente tregua, es decir, frente a una necesidad de recuperación casi ilimitada. No menos intensa era la necesidad de compensación y recuperación en todas las ramas de la economía misma. De esto modo, la economía se veía precisada a ofrecer rápidamente la producción ordinaria y a liquidar los depósitos existentes.
Ante aquél proceso de acaparamiento hacía
falta proclamar lo que era razonable hacer desde el punto de vista de la
economía nacional:
Un vaciamiento radical de los depósitos
económicos de nuestra nación habría tenido necesariamente por consecuencia que
la fuerza adquisitiva, liberada desde la Reforma Monetaria, hubiese venido a
dar fatalmente en el vacío. Entonces, o la Reforma Monetaria hubiese estado
condenada al fracaso desde el primer día, o hubiésemos tenido que mantener al
pueblo, una vez más, mediante el control estatal de la economía y los precios,
bajo el azote y la esclavitud de la burocracia (Erhard, ob. cit, p. 36)
Las dificultades se debían a causas
claramente perceptibles. Los ingresos ordinarios, así como las sumas
procedentes de la cuota por cabeza y de la transformación de los ahorros de RD
(reichsmark) afluyeron inmediata y exclusivamente al consumo.
La consecuencia natural de esta
fluidificación dineraria fue que la demanda creciese por fuerza más rápidamente
que la oferta, sobre todo porque ésta se había tornado muy poco elástica de
momento, debido a la escasez de géneros de importación. Los ajustes de precios
trajeron consigo considerables ganancias por parte de los empresarios, y estos
mismos dieron lugar a muchos disgustos y motivaron una óptica social
insatisfactoria. Sin embargo, tales ganancias solo en una mínima parte tuvieron
empleo en el consumo privado de los empresarios. Critíquese cuanto se quiera
este modo de formación de capital pero en su debido momento constituyó la base
de las capacidades pérdidas o aniquiladas.
El curso inevitable de esta evolución
condujo, pese a todo, a que en esta primera fase posterior a la Reforma pudiese
presentarse la producción y a que los ingresos en aumento hallasen satisfacción
en bienes económicos. La necesidad de invertir que se impuso de tal manera
sobre los precios, encontró también su concreción en la legislación fiscal.
Constantemente se crearon nuevos estímulos
que fomentaron la inversión, como también se recompensó el trabajo adicional,
eximiendo de impuestos las ganancias por horas extraordinarias.
La productividad de la economía,
incrementada desde 1950 en más de un 70% en la industria, permite ahora la
reducción del horario laboral, socialmente deseado sin duda. Aunque las leyes
fiscales completaban así la labor de reconstrucción de un modo en principio
perfectamente adecuado a la política económica, los impuestos se convirtieron
en instrumento de múltiples favorecimientos por parte del Estado, y también de
influencias indeseables.
Volviendo al alza de los precios conviene
hacer notar el peligro de acumulación que había en ese entonces. El señalar
esto no significa crítica alguna, pues las necesidades de la economía nacional
se habían hecho apremiantes. La concesión de créditos favoreció automáticamente
una intensa acumulación de existencias que, desde el punto de vista de la
economía privada, apareció como medida provechosa, dada el alza de precios que
se acusaba.
Y afortunadamente, comenzaron a bajar los
precios, entretanto, aquel optimismo que al principio se había creído digno de
burla, apareció como realismo justificado. En el primer semestre de 1950, el
nivel de precios del comercio al por menos, estaba un 10,6% por debajo del
nivel del primer semestre de 1949. Alemania Occidental quedaba así fuera de la
serie de Estados que parecían haberse resignado a una política de precios
continuamente en alza.
Como elemento esencial de la estabilización
hay que señalar la política de salarios, que al principio no siguió el alza de
los precios. Por poco compatible que sea con una economía de mercado libre, el
límite de salarios se hallaba todavía en vigor. Pero, ya el 3 de noviembre de 1948
se promulgó la ley derogándolo, con lo que los sindicatos recobraron al fin su
movilidad.
En ninguna otra circunstancia se manifiesta
el efecto bienhechor de las reformas de un modo más patente que en la
productividad por hora de trabajo de los obreros. Tal productividad se elevó de
62,8% (base 1936), en junio de 1948 a 72,8% en diciembre, y 80,6% en junio de
1949, es decir, cerca de un 90% en un año, desde comienzos de la Reforma
Monetaria.
El banco de los Estados Federados acordó
aplicar las tradicionales medidas de misión. Elevó de un golpe las reservas
mínimas de un 10% a un 15% y restringió la capacidad de redescuento a aquellos
casos en que la aceptación bancaria servía para costear el comercio exterior o
la compra de materias primas.
Junto a todas estas medidas comenzaron
también a obrar restrictivamente otros factores: la creación dineraria
territorial cesó con el reparto de la segunda cuota por cabeza a fines de
septiembre de 1948; la transformación de los haberes en la Reforma Monetaria
estaba lista a finales de año; la mentalidad liberal, cuyo más visible
propósito era el desmontaje de la economía dirigida, originó también la
tendencia a ordenar el presupuesto mediante una reducción sistemática de los
gastos; se publicó la ordenanza para el aseguramiento del sistema monetario y
la Hacienda Pública.
Esta primera fase de la reconstrucción
alemana se caracterizó por una considerable elevación de los salarios reales y
por un enorme auge en la producción.
Mientras en la primera fase después de la Reforma
Monetaria creían mucho que el alza de precios no podría detenerse, lo que pasó
a temerse luego con igual apasionamiento fue el brusco hundimiento de los
precios, que no permitía ya a la economía cubrir sus gastos.
En contraste con otros períodos posteriores
de grandes momentos en este terreno, en 1949 la elevación de los salarios
nominales coincidió con bajas en los precios, originando de este modo
singulares mejoras en los salarios reales. Esta es la característica peculiar
de esta segunda fase después de la reforma de mediados de 1948.
Los factores que determinaron la evolución
fueron los siguientes: adecuación del nivel de precios al poder adquisitivo
disponible, con producción de bienes en aumento, simultánea atenuación de la
coyuntura por excedentes en el erario público, a lo que hay que añadir los
efectos retardantes de la depresión que iba extendiéndose en los Estados
Unidos. Esto condujo a una sensible presión de la competencia internacional
sobre el mercado interior alemán.
La presión de los precios descendentes
suscitó un fenómeno que los consumidores alemanes no conocían más que como un
lejano recuerdo. El cliente volvió a ser el rey.
Aquel recién nacido mercado comprador tuvo,
naturalmente, sus consecuencias. En tanto la propensión a la inversión deseaba
exclusivamente ampliar la capacidad, se hizo sentir un inequívoco retraimiento.
El criterio de las empresas experimentó un cambio, procurando que lo decisivo
no fuese ya, de un modo exclusivo, consideraciones de economía de la
producción, sino que adquiriesen relieve cada vez mayor los aspectos de la
economía de mercado.
Entre octubre de 1949 y diciembre de 1950
se logró triplicar las exportaciones pero la liberación del comercio exterior,
como era de esperar, había producido también un aumento de las importaciones
que hizo que nuestra balanza de pagos tomara forma pasiva, a pesar del
incremento de las exportaciones. La importancia en este proceso radica en que
sus efectos resultaban indispensables para obtener primeras materias necesarias
para una industria de elaboración de productos que fuesen luego exportables.
La expansión de créditos, ¿Remedio
universal?
En vista del paro, podía creerse que la
situación económica interna aconsejaba una política de créditos lo más generosa
posible, secundada por otras medidas expansivas. Los discípulos de la tesis
inglesa del pleno empleo, contrajeron una sorprendente alianza con funcionarios
americanos de la Alta Comisión, que, alarmados por los elevados excedentes de
importación, pensaban con temor en el próximo fin de la ayuda Marshall. Y así,
casi todas las fuerzas emprendieron un ataque general contra la economía
alemana de mercado libre.
Contra todo consejo gratuito se dosificó
cuidadosamente la actividad de la política económica alemana, con el fin de,
por una parte, poner freno a los perjuicios de un paro general, pero por otra,
dejar también fuera de peligro los progresos alcanzados.
A fines del verano de 1949 se concedieron a
los establecimientos bancarios una ayuda extraordinaria por valor de 300
millones DM para que volviese a financiar créditos a largo plazo con destino a
la producción y a la inversión.
En abril de 1950, el Gobierno Federal
decretó bajas y reintegros de impuestos, con objeto de estimular el consumo y
descongestionar la economía.
Finalmente, la Economía de Libre Mercado
vence a la Economía Centralmente Planificada, pues la libre elección del
consumo del ciudadano alemán y la libre formación de precios en casi todos los
sectores de la economía fabril se han hecho realidad. Todo empresario puede y
se encuentra autorizado a producir y vender libremente lo que el mercado
requiera, gozando además de plena libertad.
Una política económica solo puede llamarse
‘social’ si hace que el progreso económico, el rendimiento elevado y la productividad
creciente redunden en el provecho del consumidor. El medio principal para
conseguir este fin, es y continúa siendo la competencia.
El orden económico liberal no solo ha de
ponerse en guardia contra los ataques de los sindicatos, sino que ocurre además
la tendencia a estorbar la libertad comercial y fabril mediante convenios
cartelarios.
En la ley alemana sobre normas de control
económico y político de precios después de la Reforma Monetaria, del 24 de
junio de 1948, es establecida por el autor como:
Mientras el Estado no reglamente el tráfico
de mercancías y servicios, debe darse validez al principio de la competencia de
producción. En caso de formarse monopolios económicos, se tenderá a
eliminarlos, y, por el momento, se someterán a la inspección del Estado.
(Erhard, ob.cit, p.125)
Erhard observa en el despliegue de la
competencia la mejor garantía tanto de una continua o mejora de la capacidad de
rendimiento, como de una justa distribución de la renta nacional o producto
social.
La economía de empresas planificada o dirigida parece, según el autor,
tan censurada y perniciosa como la economía dirigida por las autoridades. La
libertad solo reina donde no se abusa del poder de oprimir la libertad.
La ley alemana sobre carteles es la pieza
nuclear de la economía social de mercado. Con ella debe favorecerse la libre
competencia de producción evitando que la economía explote posiciones de poder
fundadas en razones de organización.
En las últimas décadas del siglo XIX, las
fuerzas inherentes al principio de la economía de mercado, pero también medidas
adoptadas por el Estado mismo, condujeron a un menoscabo del mecanismo de
competencia mediante la formación de monopolios y otras posiciones tendentes a
dominar el mercado. Toda posición de carácter monopolizador lleva consigo el
peligro de explotación del consumidor y provoca además un entorpecimiento del
progreso económico.
El eje de esta concepción de los carteles
es el convencimiento de que solo la libre competencia vivifica las fuerzas que
deben hacer que todo progreso económico y toda mejora en el modo de trabajo, no
se traduzcan en mayores ganancias o rentas sino que todos esos éxitos pasen al
consumidor. La economía de mercado es, por tanto, inseparable del sistema de
libre competencia.
Entre una economía planificada estatal y
una economía planificada de empresas no existe ninguna diferencia ni en
principio ni funcionalmente.
La libertad es un todo indivisible.
Libertad política, libertad económica y libertad humana forman un complejo
unitario. Tal es el secreto de la economía de mercado libre y lo que la hace
superior a toda especie de economía planificada es que: en ella, por decirlo
así, diariamente y a cada momento se verifican los procesos de adaptación que
hacen que la oferta y la demanda, el producto social y la renta nacional
lleguen a su justa correspondencia y a su equilibrio, así en su relación
cuantitativa como cualitativa.
La economía social de mercado no implica la
libertad de los empresarios para eliminar la competencia por medio de convenios
del tipo de los carteles; por el contrario implica la obligación de alcanzar el
favor del consumidor por aquello que rinda y realice en competencia con el
concurrente.
El polo opuesto de la libertad económica viene representado por la
consecución de cualquier forma de poderío económico.
Formas principales de poderío económico
Tres son las formas principales en las que
se constituye:
1.- Sobre una base de organización legal,
cuando varias empresas jurídicamente independientes, limitando su propia
independencia, se ligan entre sí o por separado frente a otras mediante
tratados o acuerdos, a fin de eliminar o limitar la competencia por medio de
una regulación de los factores del mercado.
2.- Sobre una base de capital, cuando la
voluntad de una empresa legalmente independiente a causa de un entretejimiento
de intereses o en virtud de determinadas relaciones de propiedad viene influida
por otra empresa de tal modo que ya no
le es posible ni permitido hacer valer plenamente en el mercado su poder de
producción.
3.- Cuando surgen grandes empresas
particulares que, por su fuerte predominio en el mercado, ejercen una
influencia soberana sobre la oferta y la formación de los precios.
El legislador debe imponerse la tarea de
suprimir tales factores de perturbación en el curso del mercado, apelando a
estos procedimientos:
1.- Manteniendo la competencia perfecta en
la medida más amplia posible.
2.- Impidiendo la explotación abusiva de
las posiciones de poder en el mercado, sobre aquellos mercados en que no puede
establecerse competencia perfecta.
3.- Creando con este designio un organismo
estatal que vigile y ponga, si es necesario, bajo su influencia el acontecer
del mercado.
Una constitución así ordenada forma la
pieza política económica equivalente a la democracia en la política. La
política de carteles es el problema central de todo nuestro orden económico.
El modelo ideal de competencia pura carece
de validez absoluta. Por eso, no parte ni mucho menos de la tan criticada idea
de la concurrencia perfecta, sino que reconoce la posible justificación e
incluso necesidad de una intervención.
El único precio de mercado justo y
defendible para la economía nacional no puede calcularse en abstracto, sino que
se desprende de la función niveladora de los precios en un mercado libre. En
cualquier caso, el empresario puede reclamar el reintegro de sus gastos.
La legislación prohibitiva es, según el
autor, consecuente en todos sus aspectos. Ella saca por fin la enseñanza única
posible de las experiencias negativas con cualquier tipo de legislación
encaminada a corregir abusos, pero permite también las excepciones que se
comprueben necesarias para la economía nacional. Erhard no considera que los
carteles incurran en un abuso en sentido criminal o amoral, el abuso se expresa
en la obligatoriedad y rigidez de los precios, es decir, en la supresión de la
función del precio libre.
El empresario libre depende en absoluto del
sistema de economía de mercado. Si el empresario ya no quiere cumplir la tarea
económico-nacional de medir sus fuerzas en el terreno de la libre competencia,
si se impone un orden que ya no exige la fuerza, el ingenio, la actividad y el
instinto creador de la personalidad individual; si el más eficiente ya no puede
vencer ni tiene derecho a vencer al menos eficiente, entonces la libre economía
de empresas ya no podrá subsistir por mucho tiempo.
Se produciría un
aplanamiento general, un abandono de las responsabilidades, y el afán de
seguridad y estabilidad engendraría una mentalidad imposible ya de conciliar
con el auténtico espíritu de empresa.
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